Ningún evangelista ha subrayado tanto como Juan el carácter eucarístico
de la «multiplicación de los panes». El relato evoca claramente la
celebración eucarística de las primeras comunidades.
Para los primeros creyentes, la Eucaristía no era sólo el recuerdo de la
muerte y resurrección del Señor. Era, al mismo tiempo, una «vivencia anticipada
de la fraternidad del reino».
Durante muchos años, hemos insistido tanto en la dimensión sacrificial
de la Eucaristía que «el santo sacrificio de la misa» nos puede hacer olvidar
otros aspectos no menos importantes de la cena del Señor.
Quizás hoy tengamos que recuperar con más fuerza la Eucaristía como
signo y vivencia de la comunión y la fraternidad que debemos buscar entre
nosotros y que no alcanzará su verdadera plenitud sino en la consumación del
reino.
La Eucaristía tendría que ser para los creyentes una invitación
constante a crear fraternidad y a vivir compartiendo lo nuestro, aunque sea
poco, aunque no sea más que los «cinco panes y los dos peces» que
poseamos.
La Eucaristía nos obliga a preguntarnos qué relaciones existen entre
aquellos que la celebramos. Como «signo de comunión fraterna», la Eucaristía se
convierte en burla cuando en ella participamos todos, creadores de injusticias
y víctimas de los abusos, los que se aprovechan de los demás y los marginados,
sin que la celebración parezca cuestionar seriamente a nadie.
A veces, nos preocupamos de si el celebrante ha pronunciado las palabras
prescritas en el ritual. Hacemos problema de si hay que comulgar en la boca o
en la mano. Y mientras tanto, a pocos parece preocupar la celebración de una
Eucaristía que no es signo de verdadera fraternidad ni impulso para buscarla.
Y, sin embargo, hay algo que aparece claro en la tradición de la
Iglesia. «Cuando falta la fraternidad, sobra la Eucaristía» (L.
González-Carvajal). Cuando no hay justicia, cuando no se vive en solidaridad,
cuando no se lucha por cambiar las cosas, cuando no se ve esfuerzo por
compartir los problemas de los abandonados, la celebración eucarística queda
vacía de sentido.
Con esto no se quiere decir que sólo cuando se viva entre nosotros una
fraternidad verdadera podremos celebrar la Eucaristía. La cena del Señor es
sacramento del reino. No es todavía el reino mismo.
No tenemos que esperar a que desaparezca la última injusticia para poder
celebrar nuestras Eucaristías. Pero tampoco podemos seguir celebrándolas sin
que nos impulsen a comprometernos en la lucha contra toda injusticia.
El pan de la Eucaristía nos alimenta para el amor y no para el egoísmo. Nos impulsa a ir creando una mayor comunicación y solidaridad, y no un mundo en el que nos desentendamos unos de otros.
La exégesis contemporánea descubre en el relato de la multiplicación de los panes un texto muy trabajado teológicamente en el que es fácil detectar diversas llamadas para entender a Cristo como fuente de vida, para comprender mejor la cena eucarística o para vivir de manera más responsable la solidaridad con los necesitados. ¿Cómo leer hoy este relato en el horizonte de ese tercio de la Humanidad que muere de hambre y de miseria?
El relato habla de una muchedumbre necesitada de alimento, en medio de
un desierto donde no es posible satisfacer el hambre. Los discípulos presentan
«cinco panes y dos peces», símbolo expresivo de la penuria y escasez en aquel
grupo que podría, sin embargo, alimentarse en las aldeas cercanas. Así viven
hoy millones de seres humanos junto a países ricos donde hay medios suficientes
para alimentar a toda la Humanidad.
¿Qué hacer ante esta situación? El relato rechaza el fatalismo o las
respuestas fáciles nacidas de la insolidaridad. Los discípulos piensan
enseguida en la solución menos comprometida para ellos: «que vayan a las aldeas
y se compren de comer», es decir, que cada uno resuelva sus problemas con sus
propios medios. Jesús, por el contrario, los llama a la responsabilidad:
«Dadles vosotros de comer», no los dejéis abandonados a su suerte.
Más tarde, Jesús «levanta los ojos al cielo» para recordar a todos a ese
Dios Padre del que proviene la vida y todo lo que la alimenta. La vida es un
don de Dios y no podemos «levantar nuestros ojos» hacia Él si privamos a
alguien de lo que necesita para vivir. El pan que comemos es verdaderamente
humano cuando es compartido entre todos los hijos de Dios.
El relato culmina con un gesto que llama a la solidaridad responsable.
Los discípulos cambian de actitud y ponen a disposición de Jesús todo lo que
hay entre ellos. Jesús, por su parte, bendice al Padre y pone toda su fuerza al
servicio de aquella muchedumbre hambrienta. Todos quedan saciados.
El «milagro» es signo del mundo querido por Dios: un mundo fraterno y
solidario donde todos compartan dignamente la vida que reciben de Dios. El relato
de Juan insinúa que es en la cena eucarística donde los creyentes han de
alimentar su conciencia fraterna y su responsabilidad.
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